Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

                 San Juan de la Cruz

Refugiado tras la celda

en sus palabras

las repite obsesivo mientras arde.

Adónde te escondiste, Amado,

adónde tu luz y tu refugio.

Busca al Amado

como se busca en la quebrada

la cuerda que rescata del vacío.

Gimiendo como ciervo,

implorando con un dulce balido,

que la leve luz del charco fértil

que se filtra astillada

en la ventana

sea la semilla perdurable

del incendio.

La espesura de la celda

se enciende de promesas

y destellos.

Pastores y palomas

decidle que me muero

si no columbro su palabra

en esta noche,

si se adensa más la duda.

La voz del que más quiero

y su ventura y el eco

de su lumbre.

Algo fragmenta entonces

aquel lienzo

fraguado en la fosca

turbiedad de lo brumoso.

Como un hilo de plata

en el inicio,

como gota de lluvia que

resbala quizá por la mejilla.

Como incendio más tarde.

Esta noche una obstinada

identidad entre las cosas

preside el recóndito tumulto

de la luz tras la ventana.

Su Voz llena de pájaros y truenos.

Apártalos amado que mi vuelo

cabriolea en el aire de tu pecho.

Apártalos y vámonos a la espesura

dónde el silencio puede hacer

que yo nazca de nuevo.

Y tantas aves y sus cantos

comprensibles ahora a sus oídos,

y el mundo y su alegría

como explosión perenne

ya de signos.

Tras una larga espera,

un blanco olvido